De sus tejidos macutos sacaban semillas protegidas en totumos que las conservaban de la humedad, del calor ecuatorial y de los astutos animalillos que las codiciaban. En el interior de los totumos las semillas brillaban como el sol; su amarillo intenso iluminaba los rostros de las mujeres que las seleccionaban, mientras los hombres limpiaban los terrenos con sus rústicas herramientas.
Desde el cielo la Luna anunciaba los días propicios para la siembra, las chozas con techos de nacuma se dispersaban alrededor de los cultivos y los niños, disfrazados con espigas de pasto y hojas de plantas silvestres, espantaban a los cuervos y pájaros, haciendo escaramuzas y lanzando risotadas que alertaban a las abejas.
Al fin llegaba el momento de la cosecha. Con sus catabras y petates a cuestas, tejidos con la trama de las constelaciones lejanas, y con provisiones de agua limpia para calmar la sed, la comunidad empezaba a realizar algo que, visto desde el cénit, parecía ser una danza alegre de agradecimiento al gran Sol que con sus rayos teñía de amarillo el sagrado grano.
Las plantas de maíz, impasibles, veían cómo eran despojadas de sus pesadas mazorcas y cómo algunas de sus hojas eran quebradas por el paso estrecho de los recolectores; las mazorcas más tiernas eran dejadas en el tallo, pero esta vez sin los cuidados esmerados de los niños.
Entonces, surgía otra fiesta: los tímidos animalillos del monte se acercaban y comían los restos que por el suelo y aun en las plantas quedaban del anhelado alimento; los niños, antes perseguidores implacables, alentaban a los cuervos a participar de la fiesta, y las hormigas trenzaban los caminos por donde después desfilaban con la verde cosecha en sus tenazas.
Tras elegir las mejores semillas, eran resguardadas en los resistentes totumos que iban a parar al fondo de las mochilas. Ahora empezaba la alquimia del grano secado al Sol: sobre las pailas de madera y piedra empezaba la transformación del grano en deliciosas arepas y sopas, y la preparación de la bebida que daría lugar a la gran fiesta de la cosecha. La comunidad iniciaba así el ritual de la toma de Chicha.
Cuando los europeos llegaron aquí, no encontraron en dónde sembrar el trigo; así que el maíz fue su alimento sustituto. Ellos recogieron las tradicionales recetas del maíz, y los dorados granos cruzaron los océanos, y las mesas de los europeos se cubrieron del amarillo con envolturas verdes: los tamales, los ayacos, el chócolo, las bebidas y las tortillas de maíz hicieron que el alimento trascendiera los laberintos funestos de la conquista, y deleitara con su exotismo los paladares de los más refinados habitantes del Viejo Mundo.
Hay una frase en México que dice:”No me acostumbro al pan”. Y es que las tortillas de maíz son preparadas en los hogares aromatizando el aire con los humeantes sabores que se cuecen en los tiestos de barro y de metal.
Al sentarnos a la mesa a saborear una arepa o un tamal, es necesario sentir que sus raíces ancestrales nos remontan hasta los confines gloriosos de nuestra primitiva hermandad con la naturaleza, la gran proveedora de granos amarillos que, como pequeños soles, iluminaban las sonrisas de los rostros de barro y oro de nuestros amados amerindios.
fotografías tomadas de los puestos de venta de maiz de la plaza principal de Bucaramanga
fotografías tomadas de los puestos de venta de maiz de la plaza principal de Bucaramanga
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