EL MAIZ, la canción

interprete: Campo y Sabor Album: Tierra Salsa de la Vida

martes, 23 de agosto de 2011

HOMBRES DE MAÍZ


Comentario al respaldo del libro: 

¿Qué significado tienen los hombres de maíz?  Este nombre está tomado de la mitología Maya-Quiché.  Según tales creencias, el hombre fue hecho de maíz y en las páginas de la novela de Miguel Ángel Asturias, se enfrentan los hombres que consideraban el maíz como parte de su ser y como alimento sagrado, con aquellos que utilizan el maíz como un producto comercial cualquiera.  Los primeros hacen la siembra racional y limitada a sus necesidades.   Los segundos intensifican su cultivo para enriquecerse y empobrecen la tierra.

La realidad y la leyenda, repetimos, se entremezclan en sucesivos episodios.  Los personajes, hombres de maíz, viven empequeñecidos por la naturaleza fabulosa que los rodea y engrandecidos por la magia fabulosa que utilizan.  De ahí que todo en esta novela cobre una dimensión mágica, propia del alma primitiva, y el lector asista a las transformaciones del ser humano en animal, a los prodigios del herbolario poseedor de secretos curativos y de la mujer concebida como un ser que se persigue y huye siempre. 


Capítulo Gaspar Ilón, pág 20 y 21.

Adolescentes con cara de bucul sin pintar jugaban entre los ancianos, entre las mujeres, entre los hombres, entre las fogatas, entre los brujos de las luciérnagas, entre los guerreros, entre las cocineras que hundían los cucharones de jícara en las ollas de los puliques, de los sancochos, del caldo de gallina, de los petianes, para colmar las escudillas de losa vidriada que les iban pasando y pasando y pasando y pasando los invitados, sin confundir los pedidos que les hacían, si pepián, si caldo, si pulique.  Las encargadas del chile colorado, rociaban con sangre de chile huaque las escudillas de caldo leonado, en el que nadaban medios güisquiles espinudos, con cáscara, carne gorda, pacayas, papas deshaciéndose, y güicoyes en forma de conchas, y manojitos de ejotes, y trozaduras de ichintal, todo con su gracia de culantro, sal, ajo y tomate.  También rociaban con chile colorado las escudillas de arroz y caldo de gallina, de siete gallinas, de nueve gallinas blancas. 

Las tamaleras, zambas de llevar fuego, sacaban los envoltorios de hoja de plátano amarrados con cibaque de los apastes aborbollantes y los abrían en un dos por tres.  Las que servían los tamales abiertos, listos para comerse, sudaban como asoleadas de tanto recibir en la cara el vaho quemante de la masa de maíz cocido, del recado de vivísimo rojo y de sus carnes interiores, tropezones para los que en comenzando a comer el tamal hasta chuparse los dedos y entrar en confianza con los vecinos, porque se come con los dedos.  El convidado se familiariza alrededor de donde se comen los tamales, a tal punto que sin miramiento prueba el del compañero o pide la repetición, como los muy confianzudos de los guerrilleros del Gaspar, que decían a las pasadoras, no sin alargar la mano para tocarles las carnes, manoseos que aquellas rehuían o contestaban a chipotazos:  ¡Treme otro, mija!… tamales mayores, rojos y negros, los rojos salados, los negros de chumpipe, dulces y con almendras; y tamalitos acolitos en roquetes de tuza blanca, de bledos, choreques, lorocos, pitos o flor de ayote; y tamalitos con anís, y tamalitos de elote, como carne de muchachito de maíz sin endurecer.  ¡Treme otro, mija!… las mujeres comían unas como manzana rosas, de masa de maíz raleada con leche, tamalitos coloreados con grana y adornados con olor.  ¡Treme otro, mija!… las cocineras se pasaban el envés de la mano por la frente para subirse el pelo. 

A veces le echaban mano a la mano para restregarse las narices moquientas de humo y tamal.  Las encargadas de los asados le gozaban el primer olor a la cecina: carne de res seca compuesta con naranja agria, mucha sal y mucho sol, carne que en el fuego, como si reviviera la bestia, hacía contorsiones de animal que se quema.  Otros ojos se comían otros platos.  Güiras asadas.  Yuca con queso.  Rabo con salsa picante que por lo meloso del hueso parece miel de bolita.  Fritangas con sudor de siete caldos 
Los bebedores de chilate acababan con el guacal en que bebían como si se lo fueran a poner de máscara, para saborear así hasta el último poquito de puzunque salobre.  En tazas de bola servían el atol shuco, ligeramente morado, ligeramente ácido.  A eloatol sabía el atol de suero de queso y maíz, y a rapadura, el atol quebrantado.  La manteca caliente ensayaba burbujas de lluvia en las torteras que se iban quedando sin la gloria de los plátanos fritos, servidos enteros y con aguamiel a mujeres que además cotorreaban por probar el arroz en leche con rajitas de canela, los jocotes en dulce y los coyoles en miel.

Del Libro Hombres de Maíz, Miguel Ángel Asturias.  Editorial Losada S.A. Buenos Aires Quinta Edición. 1967.

miércoles, 17 de agosto de 2011

ALIMENTO EN LA MOCHILA Con el corazón en la mesa



Una vez cruzaron los bosques y las selvas, dejaron atrás las tierras que  llenaron de sueños, los días apacibles de la juventud.  Tras muchas jornadas de travesía, la comunidad decidía hacer un alto en el camino para cultivar aquellas tierras sin dueños que les otorgaba su libertad al transitarlas.
De sus tejidos macutos sacaban semillas protegidas en totumos que las conservaban de la humedad, del calor ecuatorial y de los astutos animalillos que las codiciaban.  En el interior de los totumos las semillas brillaban como el sol; su amarillo intenso iluminaba los rostros de las mujeres que las seleccionaban, mientras los hombres limpiaban los terrenos con sus rústicas herramientas.
Desde el cielo la Luna anunciaba los días propicios para la siembra, las chozas con techos de nacuma se dispersaban alrededor de los cultivos y los niños, disfrazados con espigas de pasto y hojas de plantas silvestres, espantaban a los cuervos y pájaros, haciendo escaramuzas y lanzando risotadas que alertaban a las abejas.


Tras varios meses de espera y de cuidados, sobre el paisaje surgían los  penachos de las doradas espigas, y las mujeres se alegraban al ver que la fiesta de la cosecha pronto vendría.  Las mazorcas brotaban de los tallos fibrosos, y con hierbas, chamizos y flores de vivos colores, los niños inventaban personajes para ahuyentar a los animalillos silvestres, y hasta bloqueaban los caminos de las incansables hormigas atraídas por el magnetismo oloroso del alimento amarillo.
Al fin llegaba el momento de la cosecha.  Con sus catabras y petates a cuestas, tejidos con la trama de las constelaciones lejanas, y con provisiones de agua limpia para calmar la sed, la comunidad empezaba a realizar algo que, visto desde el cénit, parecía ser una danza alegre de agradecimiento al gran Sol que con sus rayos teñía de amarillo el sagrado grano.
Las plantas de maíz, impasibles, veían cómo eran despojadas de sus pesadas mazorcas y cómo algunas de sus hojas eran quebradas por el paso estrecho de los recolectores; las mazorcas más tiernas eran dejadas en el tallo, pero esta vez sin los cuidados esmerados de los niños.
Entonces, surgía otra fiesta: los tímidos animalillos del monte se acercaban y comían los restos que por el suelo y aun en las plantas quedaban del anhelado alimento; los niños, antes perseguidores implacables, alentaban a los cuervos a participar de la fiesta, y las hormigas trenzaban los caminos por donde después desfilaban con la verde cosecha en sus tenazas.
Tras elegir las mejores semillas, eran resguardadas en los resistentes totumos que iban a parar al fondo de las mochilas.  Ahora empezaba la alquimia del grano secado al Sol: sobre las pailas de madera y piedra empezaba la transformación del grano en deliciosas arepas y sopas, y la preparación de la bebida que daría lugar a la gran fiesta de la cosecha.  La comunidad iniciaba así el ritual de la toma de Chicha.
Al principio, sólo las mujeres que habían preparado la suntuosa bebida tenían el privilegio de ver los ojos acuosos nadar sobre la nata dorada que tupía de miradas el cielo de la Chicha.  Una vez aprobada por los catadores, era servida en las anchas totumas que pasaban de mano en mano, hasta que el último en recibirla regresaba al lugar de la moya madre y renovaba el espeso licor que ya hacía sus efectos en las animadas charlas, en las que los chistes y cuentos de la cosecha se entretejían haciendo las delicias de los niños, que también tomaban la Chicha endulzada con miel.
Cuando los europeos llegaron aquí, no encontraron en dónde sembrar el trigo; así que el maíz fue su alimento sustituto.  Ellos recogieron las tradicionales recetas del maíz, y los dorados granos cruzaron los océanos, y las mesas de los europeos se cubrieron del amarillo con envolturas verdes: los tamales, los ayacos, el chócolo, las bebidas y las tortillas de maíz hicieron que el alimento trascendiera los laberintos funestos de la conquista, y deleitara con su exotismo los paladares de los más refinados habitantes del Viejo Mundo.
Hay una frase en México que dice:”No me acostumbro al pan”.  Y es que las tortillas de maíz son preparadas en los hogares aromatizando el aire con los humeantes sabores que se cuecen en los tiestos de barro y de metal.
Al sentarnos a la mesa a saborear una arepa o un tamal, es necesario sentir que sus raíces ancestrales nos remontan hasta los confines gloriosos de nuestra primitiva hermandad con la naturaleza, la gran proveedora de granos amarillos que, como pequeños soles, iluminaban las sonrisas de los rostros de barro y oro de nuestros amados amerindios.


fotografías tomadas de los puestos de venta de maiz de la plaza principal de Bucaramanga


lunes, 8 de agosto de 2011

ABIERTO POR INVENTARIO Después de la fundación


ABIERTO POR INVENTARIO
Después de la fundación



El Maíz fue el alimento de los dioses; los seres de maíz brotaban por doquier para poblar el mundo con señales de mazorca; sobre los surcos se trenzaron las generaciones que darían lugar a un continente lleno de magias equinocciales que enloquecerían por siglos a las codicias reales de las Europas y que darían lugar a uno de los actos refundacionales más sangrientos y traumáticos de la historia humana.
De la ciudad sabemos quiénes, cómo y cuándo la fundaron.  Tenemos la certeza de haber empezado, pero ahora es una ciudad en constante cambio, en donde no cabe la siembra de los alimentos.  De ser una villa autosuficiente y amable, pasó a ser una ciudad dependiente y agresiva. ¿Cómo vemos ahora el futuro con impuestos para la erosión?  
La vieja ciudad está en demolición, las puertas de maderas nobles han sido echadas abajo, las sombras de los árboles frutales han desaparecido, y la memoria de las paredes de barro con reminiscencias caseras sucumbió al olvido; de sus cenizas han surgido edificios monumentales que tapan el cielo abierto: ya Palonegro no se ve con los ojos del atardecer, los aterrizajes de los aviones se pierden entre los ventanales que reflejan otros cielos, y junto a los colores de los ocasos se perdieron las predicciones del tiempo. Recuerdo a mi abuelo diciendo: “Es atardecer de verano”, o, “son los colores del invierno, vendrán las lluvias”.  Con aquellas predicciones climáticas de ciudadano observador escuchamos al viejo pensionado sentado en una acera, bajo el rumor de su voz recia, y vimos los días claudicar ante los nuevos e impredecibles tiempos.
La enceguecida conquista deambuló entre las huellas de América, sin percibir el amor ancestral hacia la naturaleza que vigorizaba los ríos, las selvas y los paisajes andinos con el aliento de los nativos, quienes hicieron realidad la hazaña de la fundación.  Sabemos cuántos años tiene la ciudad, pero no sabemos cómo nos gobiernan; lo público es ahora lo vedado, la política es solo para quienes nos gobiernan y para los que desfalcan la ciudad y la venden al mejor postor, como aquellos insaciables negociantes disfrazados de poder que venían por Santurbán.
Una urbe que hoy nada entre las calles sin aseo; las esquinas del encuentro se diluyeron en la represión del control; sin embargo, aún queda la ciudad de quienes la vivimos y la transformamos en una polis de estaciones con cultura, y al caminarla intentamos alienar las calles con otros cultivos, con la gestión de granos amarillos, con imaginación, para que sus avenidas se pueblen de hojarasca, de donde surja una poesía civil que se convierta en una vertiente de cambio de nudos infinitos.
La incomodidad ambiental deambula, la incertidumbre resuena como el trueno y una rara necesidad nos ronda, una sensación de ver otra ciudad, de moldear otros fuegos de tendón y cemento, de sudor y alimento. Deseamos otros gobernantes, capaces de derrumbar la indiferencia, de sostener un impulso de vida y de propiciar significativos cambios que hagan posibles las siembras.  Al permanecer y mirar la ciudad intuimos otras posibilidades de un cambio que imaginamos sembrado de verde, habitado por excelentes esculturas, mediante la activación de políticas de desarrollo incluyentes y coherentes con nuestras necesidades.
Ahora pasa un ruidoso helicóptero por el cielo de la ciudad.  Habría que declarar el cielo como patrimonio de civilidad, no de confrontación, y que así viniera el mismísimo Papa, no dejaríamos que los helicópteros sobrevolaran nuestros techos, pues al hacerlo interrumpen el bullicio de los colegios, desmelenan nuestras azoteas llenas de ropa limpia, sacuden nuestras cuerdas eléctricas adornadas de zapatos viejos y de los  lánguidos esqueletos de cometas rotas.
Al borde mismo de la sobrevivencia de la ciudad, recae sobre la CDMB la gran responsabilidad de garantizar con sus excelentes recursos los remedios y las medidas de prevención para asegurar la inestable estabilidad de nuestra meseta.  ¿Qué hace la CDMB para cuidar nuestra casa común? ¿Qué hace la empresa de aseo, que no ha sido capaz de sostener una campaña de clasificación de basuras, ni siquiera en un solo barrio de Bucaramanga? Para aquellos ciudadanos que por auto aprendizaje y sentido común sí lo hacen, la empresa de aseo es un fiasco; estos ciudadanos han decidido no entregar a la empresa sus bolsas de residuos clasificados, porque según ellas -la mayoría de quienes reciclan en las casas son mujeres- estas bolsas van a parar sin ningún tipo de escrúpulo a la barriga insaciable de los escombros caóticos del día a día.


miércoles, 3 de agosto de 2011

TAMBIÉN LA LLUVIA

TAMBIÉN LA LLUVIA
 (Ecobazarte Fucha Aba, 19 de Junio de 2.011)

No podía faltar y eso que era domingo de Bucaramanga donde antes siempre hacía solecito; eso dicen. Y aunque a todos no les provocó una espontánea bienvenida, el agua lluvia es para la tierra, como la muerte para la vida, que también siempre ha estado ahí, para fecundarla, para derrumbarla.

Quedamos en grupos confinados bajo cuatro carpas, aquietados bajo un mismo cielo y paradotes sobre una misma tierra. El olor de las comidas y bebidas con sabores ancestrales, el color de las pinturas, artesanías y manufacturas, el polvo de los libros y papeles, por unos momentos quedaron como suspendidos, aletargados bajo la inclemencia y el sonoro golpeteo del aguacero.

Hubo un hambre temprana y una sed que parecía no saciarse. El mute santandereano se terminó a la una de la tarde y hacía dos horas que había llegado, varios quedaron con ganitas. De los tamales tolimenses y santandereanos, los ayacos de sal y dulce, los panes de maíz, la chicha, el masato, los dulces y postres, fueron llevados por los numerosos visitantes maiceros.

La arepa de maíz pelado amarillo y la natilla fueron el alimento de masa de maíz, que al interiozarlos no hubo misericordia, sólo quedaron los trocitos de arepita preparados para las degustaciones que tuvieron el propósito –no subliminal- de volver a soñar despiertos con que somos algo, que en realidad sólo espera que lo reclamemos como nuestro, iusnatural y un sentimiento atávico nos devolvía el anhelo de una unidad auténtica.


TAMBIÉN LA LLUVIA
TAMBIÉN EL MAÍZ
TAMBIÉN NOSOTROS
¡TAN BIEN!

Bucaramanga, julio de 2.011.